Seguimos
diciendo... “me voy a un curso”, ¿un curso?, cada vez me resulta
más plastificada esa palabra.
Uno
de los mayores cambios que ha sufrido la formación continua en estos
últimos años ha sido el formato de los “cursos”, realmente han
cambiado tanto que han dejado de serlo, para convertirse realmente en
lo que es necesario: una intervención formativa, una acción
encaminada a lograr un cambio en el participante.
Cuando comencé a trabajar en formación, antes incluso del auge del
Forcem, impartíamos cursos: acciones formativas guiadas por un
programa cerrado, con unos objetivos fijados desde los expertos
pedagógicos y con una idea de estandarización de la formación (a
todos por igual).
En
los años 90 vivimos un importante cambio en la oferta de formación,
orientada a necesidades, con modelos como la Pedagogía Contractual
por Objetivos, en la que se daban la mano las necesidades formativas
de la organización, de los individuos y la visión del experto.
Llegó
el segundo milenio con nuevas propuestas formativas de la mano,
diseño de “píldoras formativas” (acciones cortas de impacto)
principalmente para ahorrar tiempo y optimizar los resultados. Se
acabaron aquellos cursos de una semana de duración a 8 horas la
jornada, ya no podíamos tener un trabajador tanto tiempo alejado de
su puesto de trabajo. Y aquí comenzó paralelamente a tomar
importancia la formación on-line y los formatos blended (combinación
de presencial y distancia, que curiosamente se usaban más para
inflar las horas de formación hasta llegar a las subvencionables que
por verdadero convencimiento de su utilidad).
Es
a partir de la llegada del coaching a las empresas cuando comenzamos
a ver otro cambio sustancial en el formato de las acciones
formativas: de acciones de formación guiadas por un powerpoint y
cuatro dinámicas (a veces mal elegidas) a una formación abierta en
la que es la verdadera necesidad del participante la que guía la
aparición de los contenidos, que suelen ser mínimos pero orientados
a la experimentación.
En
este momento, si nos damos un paseo por algunas salas de formación
de distintas empresas, nos podemos encontrar:
- Dos
personas conversando bajo una sesión de coaching ejecutivo
- Un
pequeño grupo en un encuentro de coaching grupal
- Un
equipo natural en una sesión de méntoring dirigida por su propio
jefe
- Una
reunión de mejora continua dirigida por un experto para mejorar los
resultados
- Un
grupo de 12 personas ensayando ante la cámara distintas formas de
realizar una entrevista de venta
- Un
gran grupo de unas 80 personas escuchando a un experto en un modelo
concreto del desarrollo de personas
- Un
pequeño grupo con una pantalla de plasma participando en una
videoconferencia
- Una
persona sola, conectada a skype con su mentor, que le da pautas de
actuación
- …
Y
eso solo en la sala, si salimos de la sala de formación, nos podemos
encontrar:
Tres
personas en una cadena de producción con un entrenador en el puesto
que muestra la forma de realizar la tarea
- Un
comercial en el despacho de su cliente junto con su mentor comercial
que le observa para después darle pautas.
- Un
grupo que trabaja al aire libre en una actividad que no tiene nada
que ver con su trabajo pero que curiosamente se parece mucho
- Un
empleado que abre su correo y encuentra una ficha de autoformación o
un enlace a una plataforma virtual, en la que puede realizar
prácticas, participar en un foro, resolver dudas en un chat, ver
vídeos inspiradores, interactuar con otros participantes en la
resolución de problemas...
- ...
Está
claro, el “curso” se nos ha hecho mayor, ha evolucionado
convirtiéndose en un amplio abanico de posibilidades en las que la
figura del formador tradicional, se transforma para convertirse en
inspirador, coach, mentor, entrenador, experto, tutor on-line, asesor
personal, guía, pero principalmente en alguien que se adapta a las
necesidades de su alumno, pupilo, coachee o colaborador. Es
difícil serlo todo, pero es un buen reto.
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